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Un nuevo ciclo tras el verano: la danza en Canarias, entre la pasión y el sinsentido

Como cada año, el verano se despide dejando paso a una nueva etapa en el sector de la danza en Canarias. Las academias y escuelas, ese corazón palpitante que da vida al arte en las islas, reabren sus puertas con entusiasmo, listas para recibir el talento que inunda sus salas. Son la piedra angular de la danza en nuestro archipiélago, donde cada paso, giro y salto se cultiva con esmero. Los profesores y gestores de estas escuelas lo saben: es el momento de captar nuevos estudiantes, de llenar las aulas con futuros artistas que sueñan con encontrar su lugar en el escenario.

Por otro lado, los profesionales de la danza –coreógrafos, compañías, bailarines independientes– esperan ansiosos que las tan anunciadas subvenciones públicas lleguen a tiempo. Esos fondos prometidos que, en teoría, deberían permitirles desarrollar sus proyectos y dar vida a nuevas obras. Pero claro, aquí es donde empieza el «círculo vicioso» o, mejor dicho, la «pescadilla que se muerde la cola». Porque, aunque todos cruzan los dedos, las subvenciones siempre parecen ir en dirección contraria.

Y así, mientras las escuelas de danza luchan por mantenerse a flote y los bailarines se aferran a su pasión, los entusiastas de este arte esperan encontrarse con una agenda repleta de espectáculos, festivales y talleres. Sueñan con una oferta diversa y rica, que les permita disfrutar de la danza en todas sus formas. Pero, oh sorpresa, las subvenciones se reparten como quien echa agua en un colador: insuficientes, mal dirigidas, y desde luego no pensadas para mejorar la danza ni como herramienta artística ni como motor de desarrollo social.

Parece que quienes manejan el dinero público tienen otras prioridades. Quizás no entienden, o prefieren no entender, que apoyar la danza no es solo financiar una obra o pagarle a un coreógrafo. Es construir un tejido cultural, fomentar la expresión, dar espacio a las voces que, a través del cuerpo, cuentan historias que las palabras no pueden. Es permitir que las personas con vocación profesional desarrollen su talento sin tener que sortear obstáculos financieros imposibles.

Pero no, las subvenciones siempre llegan tarde, mal y con el sello de «esto es lo que hay». Una ironía que no pasa desapercibida para quienes llevan años dedicando su vida a la danza. Al final, es la misma historia repetida cada temporada: las escuelas sobreviven, los profesionales hacen malabares con lo poco que reciben, y los amantes de la danza cruzan los dedos para que, al menos, algún espectáculo logre salvarse de la quema.

Así, comienza otro ciclo. Las escuelas se llenan de ilusión, los bailarines de incertidumbre, y los despachos gubernamentales de excusas. Y mientras tanto, la pescadilla sigue mordiéndose la cola…

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